Tenía ocho años y el miedo, el descubrimiento reciente de la realidad de la muerte matizaba las sombras del insomnio. Me había sentado en la cama, intentando alejar esos pensamientos que acechaban mi sueño, sudaba. Mi padre se levantó, escuché sus pasos en el crujir de las maderas viejas del suelo, se sentó a mi lado, me abrazó.
– ¿Qué pasa hijito?- Preguntó dulcemente.
– Tengo miedo.
– ¿De qué tienes miedo, pequeñito?
Guardé silencio, quizá temía que las palabras pudieran darle realidad a mis pensamientos.
– Vamos, puedes decírmelo, nada va a pasar.- su voz segura, su abrazo cálido y fuerte calmaba un poco los latidos de mi corazón.
– Me da miedo que ustedes mueran.
Él sonrió.
– Hijo, eso nunca va a pasarte, nunca, nunca va a pasarte a ti.
– Papá, dicen que todos mueren y no quiero estar sin ustedes.
– Si, eso dicen y yo te prometo que no vas a perdernos.
– Es que un día morirás.
-Si, pero eso no lo vivirás tú, sino un hombre mucho más viejo.-estrechó el abrazo y me besó en la frente.
De una forma extraña, comprendí sus palabras. El miedo se fue y la niñez siguió feliz y protegida. Muchos años después, en un día que mi mente se niega a recordar, papá, aún joven, murió. Yo, ciertamente, era un hombre, mucho más viejo que el niño de aquella noche, pero aún sigo sintiendo a ese pequeño dentro de mi y papá está abrazándolo.
GT
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