Parte de mi posición como Cristiano es creer que el carácter divino de Jesús es único, por esa elección de mi fe, no comparto la idea de que sea uno más de los hombres que alcanzaron la iluminación, ni una entre otras encarnaciones de la divinidad, no entraré en el juego de las comparaciones. El propio Jesús nos dijo que “si no está contra nosotros, con nosotros está”(San Marcos 9).
Como uno más, quizá el menor, de los innumerables y anónimos exegetas, quiero detenerme hoy en un punto de la vida de Jesús.
Él venía a ser completamente hombre, era su misión de amor, compartir con nosotros la fragilidad, el deseo, el miedo, para poder salvarnos. Basta un solo hombre capaz de ese amor para justificarnos a todos. La segunda misión era hacernos conscientes de esa buena nueva, de ahí los años de prédica, de ahí la traición, los romanos y la cruz. Sin embargo, una cosa lo hacía diferente, no estaba en Él la duda. Siempre estuvo tan unido a nuestro Padre y era tan amorosa su relación, que le obedecían las tormentas y por una palabra suya los muertos se levantaban de sus tumbas y el Padre lo acunaba en las noches. En cada momento estuvieron juntos, en cada azote, en los insultos, en las espinas, en cada caída y el dolor era tan grande que oscurecía los cielos y ya en la cruz, antes del final, abrazados, y por un solo instante, el Padre cerró los ojos, nada le ha dolido más, y el Hijo dudó, tan extraño era eso, tan desolador ese miedo, que Jesús, temió el abandono del Padre Amado y levantó la mirada para decir “¿por qué me has abandonado?” y el Padre abrió los ojos, sus lágrimas llovieron sobre la tierra y el Hijo comprendió que en esa duda se había hecho hombre completamente, en ese instante todo se cumplió y a las manos amorosas del Padre encomendó su espíritu.
Epilogo:
Jesús, nació divino, alcanzó en los últimos momentos, clavado en la cruz, la condición de humanidad, por nosotros.
GT
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