Esto ocurría cuando era niño, lo recordó de pronto y el recuerdo se hizo familiar, salvándole de la extrañeza que naturalmente emerge de lo nuevo. Era pequeño, de no más de siete u ocho años y el juego consistía en crear un día de ayer, imaginar la cosas como le hubiese gustado que fueran, después de hacerlo durante unas horas le inundaba la alegría, como si esas creaciones fuesen recuerdos verdaderos y no pocas veces era incapaz de establecer que cosas tenían el dudoso estatus de lo ocurrido y cuales el de lo creado. Lo extraño estaba en que algunas de sus creaciones comenzaban a ser recordadas por otros. Imaginó que comenzaba y dejaba inconcluso un partido de cartas con su vecina, pequeña como él, nunca le había dirigido la palabra, pero ese día al cruzarse en la vereda ella le dijo: “tenemos que terminar el juego que empezamos”, él sonrió pero no pudo responder. Desde entonces habían sido amigos, novios y hoy, casados, compartían el hogar y los hijos, él había olvidado el evento mágico que los unió en aquel primer diálogo, eco o consecuencia de un evento imaginario.
GT
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